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.Grit� una vez, corto y seco.Luego quise volverme y golpear, perofallaron mis fuerzas y ca� de rodillas.Ang�lica me sujetaba por el pelo, oblig�ndome aechar atr�s la cabeza.Sent� correr la sangre por mi espalda, hasta las corvas, y luego el filode la daga contra mi cuello.Pens�, extra�amente l�cido: me va degollar como a unternasco.O como a un cerdo.Hab�a le�do algo una vez sobre la maga, la mujer, que en laAntig�edad convert�a a los hombres en cerdos.Me llevó de nuevo hasta la cama, a tirones del pelo, sin apartar la daga de mi garganta,haciendo que me tumbase de nuevo en ella, boca abajo.Despu�s se sentó a horcajadassobre m�, medio desnuda como estaba, sus muslos abiertos en torno a mi cintura,aprision�ndola.Segu�a asi�ndome por el cabello con fuerza.Entonces apartó la daga y sent�sus labios posarse en mi herida sangrante, acariciando sus bordes con la lengua, bes�ndolacomo antes hab�a besado mi boca. Me alegro susurró de no haberte matado todav�a.La luz deslumbraba los ojos de Diego Alatriste.O m�s bien el ojo derecho, porque elizquierdo segu�a hinchado y los p�rpados le pesaban como dados cargados de plomo.Estavez, comprobó, eran dos las sombras que se mov�an en la puerta del sótano.Se las quedómirando, sentado en el suelo como estaba, recostado en la pared, las manos que no hab�alogrado liberar, pese al esfuerzo que le desollaba las mu�ecas, atadas a la espalda. �Me reconoces? lo interrogó una voz agria.Ahora estaba iluminado por el farol.Alatriste lo reconoció en el acto, y tambi�n con unescalofr�o y un asombro que, supuso, deb�a de pint�rsele en la cara.Nadie hubiera podidoolvidar aquella enorme tonsura, el rostro descarnado y asc�tico, los ojos fan�ticos, el h�bitonegro y blanco de los dominicos.Fray Emilio Bocanegra, presidente del Tribunal de laInquisición, era el �ltimo hombre que habr�a esperado encontrar all�. Ahora dijo el capit�n s� que estoy bien jodido.Tras el farol sonó la risa chirriante, apreciativa por el comentario, de GualterioMalatesta.Pero el inquisidor carec�a de sentido del humor.Sus ojos, muy hundidos en lasórbitas, asaeteaban al prisionero. He venido a confesarte dijo.Alatriste dirigió una mirada estupefacta hacia la silueta oscura de Malatesta, pero estavez el italiano se guardó de re�r o hacer comentario alguno.Aquello iba en serio, por lovisto.Demasiado en serio. Eres un mercenario y un asesino prosiguió el fraile.En tu desgraciada vida hasvulnerado todos y cada uno de los mandamientos de la ley de Dios.Y ahora est�s a puntode rendir cuentas.El capit�n despegó la lengua, que al o�r lo de la confesión se le hab�a pegado al paladar.Sorprendido de s� mismo lograba mantener la sangre fr�a. Mis cuentas apuntó son cosa m�a.Fray Emilio Bocanegra lo miraba inexpresivo, cual si no hubiera escuchado elcomentario. La Divina Providencia prosiguió te da ocasión de reconciliarte.De salvar tu almaaunque hayas de pasar cientos de a�os en el Purgatorio.Dentro de unas horas te habr�sconvertido en instrumento de Dios, cuando act�en la espada del arc�ngel y el acero deJosu�.De ti depende ir a ello con el corazón cerrado a la gracia del Creador, o aceptarlocon buena voluntad y la conciencia limpia.�Me entiendes?Encogió los hombros el capit�n.Una cosa era que lo despacharan y otra que lemarearan de aquel modo la cabeza.Segu�a sin comprender qu� diablos hac�a aquel fraileall�. Lo que entiendo es que vuestra paternidad deber�a ahorrarme el p�lpito, porque no esdomingo.Y ce�irse al asunto.Fray Emilio Bocanegra guardó silencio un instante, sin dejar de mirar al prisionero.Luego alzó un dedo descarnado, admonitorio. El asunto es que dentro de muy poco el mundo sabr� que un espadach�n llamadoDiego Alatriste, por celos de una pecadora trasunto de Jezabel, liberó a Espa�a de un reyindigno de llevar corona.Ya ves.Un vil instrumento en manos de Dios para una justacruzada.Ahora relampagueaban los ojos del dominico, encendidos con la ira divina
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